El bronce se mantiene enhiesto como el símbolo imperecedero de la valentía y el coraje. En la altura destella la figura legendaria del líder de la Independencia de la Sudamérica recordando para los tiempos la lucha y los sacrificios del gauchaje. Hoy, ese símbolo tangible de la historia y el espíritu indomable de un pueblo llora mientras otea no ya el horizonte en busca del hostil extranjero sino contemplando el dolor de su propio pueblo y la ignominia de quienes se enriquecen a mansalva cuando Él, “Rico y noble de nacimiento” se desangró hasta morir bajo las estrellas cubierto por el frío del invierno y atravesado por la traición de sus coterráneos que han vuelto a venderlo.
SALTA – POR ERNESTO BISCEGLIA.- ¿Para qué sirven los monumentos sino para mantener vivo no sólo el recuerdo de quién fue el Prócer sino además los valores que animaron su Gesta? El bronce por sí mismo es sólo un pedazo de metal frío, un ídolo pagano al que se rinden honores y en cuya memoria se justifican fastos y farándulas pueblerinas si no se mimetiza el espíritu de los presentes con los valores espirituales, cívicos y patrióticos que lo elevaron a esa majestad.
Algún intendente de pequeña estatura moral se apropia de la Fiesta para recrear el demagógico «Panem et Circenses» mientras incumple la ley, cobija perseguidos por la Justicia y aplica la venganza de los sicarios contra los que osan denunciar sus iniquidades.
Más allá, un pueblo sufriente peregrina en indolentes columnas obligando a vallar el Monumento cuyo rededor, otrora ágora del jubileo popular en torno al tradicional fogón, ahora debe conformarse con mirar a su Padre de la Patria desde la distancia. Es un signo de un tiempo convulso, de una época vandálica, hostil y anómica, donde la Ley que ese bronce supo encarnar es nada más que un recuerdo lejano de tiempos consumidos por la nostalgia. Porque aquel país, aquella provincia, modelados a imagen y semejanza de las categorías que significaron las columnas de la Libertad hoy yacen hollados y deshonrados.
Sin la ejecución fáctica de esos valores y categorías no hay homenaje sino sólo reunión alegórica donde se ensayan discursos vanos y alocuciones insustanciales, presunciones y ostentación de grados y jerarquías que el Eclesiastés amonesta diciendo «Vanitas, vanitatem, omnia vanitas». No es una Fiesta Cívica sino apenas la reunión multitudinaria de individuos curiosos, nada distinto al desfile de las cohortes romanas que decían honrar a Júpiter pero sólo marchaban para satisfacer el ego de su emperador.
Sin la aprehensión de los Valores que encarnó el General Güemes no hay poncho rojo sino la capa púrpura que cubría a los tiranos -como reclamará el ilustre Sarmiento- y la guarda negra no será el luto por el Padre ajusticiado por sembrar la igualdad entre su pueblo sino el crespón negro que señala el punto donde el espíritu patriótico yace inerte, decretando el artículo mortis de lo que una vez fue un Gran Pueblo.
Hoy han vuelto a dispararle por la espalda al General Güemes cuando buscan el poder en lugar de aprender de su autoridad moral y cívica que ha trascendido los siglos y se mantiene vigente. Le han disparado nuevamente cuando a diferencia de él que jugó su fortuna en beneficio del Bien Común llenan la bolsa con una avaricia sin saciedad. Le han disparado nuevamente cuando todavía se le niega la entrada al conocimiento de Gesta a las cátedras de la primaria, de la secundaria ¡En la propia Salta!; cuando el Pueblo continúa ignorante del profundo alcance de la Figura en torno a quien se reúne y piensa repitente todavía que su muerte se debió a que lo encontraron en la cama equivocada.
Hay enorme mezquindad con la figura del General Güemes en su propia Patria chica, la peor de todas, la de mantener la tradición portuaria de negar su conocimiento, de no asumir como una política de Estado la Cátedra Güemesiana para que los niños aprendan que ese Bronce no es pasado sino un presente viviente y glorioso y el ejemplo inmarcesible al que debe aspirar todo ciudadano.
¿Para qué entonces tanto homenaje si el Pueblo bajo esos ponchos colorados tiene el corazón atravesado por la angustia económica, por la marginalidad y la desazón de saberse sin futuro para los hijos? ¿Qué sentido tiene entonar el «Juremos con gloria morir» si no hay gloria y la muerte se siembra silenciosa en cada metro donde un niño no come, donde un padre no puede dignificarse llevando el pan a la mesa, donde una madre ve languidecer las esperanzas de sus vástagos y donde el anciano se quiebra no por los años sino por el peso de una realidad que lo agobia pensando seguramente lo mismo que el General Güemes: ¿Para qué tanto esfuerzo?
Se confunden aquellos que obtienen el cargo y se regodean con los honores porque no entendieron que es una carga, la carga pública del servicio y de la entrega. Bien le dirá el General Manuel Belgrano en una epístola a Güemes: «Lo siento mi amigo y le digo que la función pública es un deber sagrado que requiere honestidad, capacidad y dedicación».
Habrá palco y dialéctica. Habrá Banda, servicio y sones marciales. Habrá flores y gestos adustos de quienes al lado de ese Bronce no son más que insignificantes portadores de la corona. Habrá militares que ensayan lo único que les queda: su paso marcial. Habrá Gauchos, de esos que viven a diario como tales y orgullosos se visten con su traje de gala y marchan kilómetros para honrar «Al General», como suelen decir. También habrá de los otros gauchos. Y habrá Pueblo, pero también vallas.
Nos vienen a la memoria aquellas palabras de Marco Tulio Cicerón cuando dijo: «La historia es testigo de los tiempos, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida, mensajera de la antigüedad». Una frase que nos interpela diciéndonos que no hemos aprendido nada.
Y allá arriba, como hace tanto y tanto tiempo, el Bronce que rememora la Gloria del General Martín Miguel de Güemes contemplará que allá lejos, en las fronteras ya no hay enemigos pero que quienes lo han herido nuevamente ahora están todos reunidos abajo de su pedestal.